LAS 100 MEJORES POESÍAS DE LA LÍRICA EUROPEA

EL CIPRÉS DE SILOS de GERARDO DIEGO

 

    I: TEXTO -

 

Enhiesto surtidor de sombra y sueño

que acongojas el cielo con tu lanza.

Chorro que a las estrellas casi alcanza

devanado a sí mismo en loco empeño.

 

Mástil de soledad, prodigio isleño,

flecha de fe, saeta de esperanza.

Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,

peregrina al azar, mi alma sin dueño.

 

Cuando te vi señero, dulce, firme,

qué ansiedades sentí de diluirme

y ascender como tú, vuelto en cristales,

 

como tú, negra torre de arduos filos,

ejemplo de delirios verticales,

mudo ciprés en el fervor de Silos.

 

 

    II: COMENTARIO - El claustro de Silos es una de las maravillas artísticas del románico castellano. No es una gran claustro; al contrario, cuenta con el recogimiento que parece inherente al primer gran periodo creativo de la Edad Media europea. Tal vez su situación, alejada de cualquier eje de comunicación o núcleo de población importantes, ha permitido su supervivencia, recóndita y silenciosa, a cubierto de la intimidad sombría y austera de la meditación monacal, de la monodia gregoriana, de las colinas burgalesas del entorno. Es un mundo fuera casi del mundo, incluso hoy, tiempo de aeropuertos y autopistas, tal vez más hoy, tiempo de móviles y de internet.

    Solemos viajar allí todos los años con nuestros alumnos de Primero de Bachillerato, que estudian los orígenes de la lengua castellana en las glosas silenses y la Vida de Santo Domingo en la cuaderna vía de Berceo. En su visita, el guía les explica la delicada factura de los capiteles, la ausencia de perspectiva en los bajorrelieves del claustro y acaso, si hay suerte, incluso les recita de repente, para su máximo asombro, este soneto de Gerardo Diego.

    No es ese el ciprés del que habla el poema, les ha explicado antes, sin conseguir todavía que le atiendan demasiado. Pero cuando el anterior, indica, estaba a punto de secarse, la fama del poema animó a la comunidad a dejar crecer un sucesor que ocupara luego su sitio. Y a continuación declama el primer verso: “Enhiesto surtidor...” El guía sabe impostar la voz, que modula y amplifica el claustro. Los días son todavía cortos y en la sierra atardece pronto, por lo que los amplios endecasílabos se adensan entre las columnas de piedra labrada y la incipiente oscuridad de las galerías. Por un momento, los jóvenes callan. De algún modo son conscientes, en medio de su general inconsciencia, de que están asistiendo a un momento extraño e inesperado. Acaso alguien alguna vez les hable del extrañamiento general que es la primera condición del arte: la creación de un mundo otro, ajeno, alternativo. Suelen callarse las iniciales risitas hacia la segunda metáfora. Si no estuviésemos nosotros, los profesores, sin duda más de uno sacaría su móvil y se perdería, situándose fuera de ella, la experiencia. Pero la inercia educativa les mantiene dentro, formando parte del poema. Cuando el guía acaba su recital, acaso un poco histriónico pero efectivo, aplauden. Creen que es su obligación hacerlo y volver a lo consabido les permite regresar pronto a su confortable trivialidad cotidiana.

    Sin embargo, por un instante, apenas un minuto, el milagro, una vez más, se ha producido. Gerardo Diego ha vuelto a proyectar el misterio de sus imágenes, la riqueza de sus metáforas, la precisión de sus versos, desde el claustro de Silos hacia el espacio infinito. No hay nada del recinto monástico en este soneto, ni los capiteles historiados ni las imágenes devotas; sin embargo, está en él la esencia de este espacio, que no es otra que el impulso del hombre hacia lo divino. Para el cántabro, el ciprés representa el verdadero espíritu del claustro. Nacido acaso por casualidad en una esquina de este pequeño jardín benedictino, su imagen rectilínea y ascética pasa a ser para el poeta la verdadera esencia de la espiritualidad cristiana y, por extensión, de la vida espiritual del propio poeta.

    Puede parecer extraño este arrebato metafísico, religioso, casi devocional, en un hombre del siglo XX y, sin duda, la trayectoria personal del poeta explicaría fácilmente el punto de partida. Sin embargo, la pulsión espiritual que está en el origen de este poema, concebido y compuesto en 1924, no es otra que la que anima los versos del Diario de Juan Ramón de 1917, el Cemeterio marino de Valéry, de 1920, o las Elegías de Duino publicadas por Rilke en 1923. Como ellos, Gerardo Diego ha querido ir a la esencia de la realidad y comulgar en espíritu con ella en su poesía. Es cierto que aquí, de acuerdo con un gusto muy de la época, destaca también el envoltorio formal de las brillantes metáforas de Vanguardia y que la precisión con que esas imágenes se funden con la estructura precisa del soneto clásico da como resultado una pieza de orfebrería poética suprema. Pero nada de eso destaca entre las sombras, ahora más cerradas, de Silos; aquí, en el silencio que se ha hecho sitio entre los sorprendidos rostros de los adolescentes, solo vive la magia eterna de la más pura y honda poesía. [E. G.]