BROWNING / BARRETT: UNOS AMORES ROMÁNTICOS
1.- LAS CARTAS
Elisabeth Barrett era ya una famosa poetisa inglesa en 1844, cuando publicó sus Poemas, en los que citaba a Robert Browning, al que no conocía personalmente, entre los grandes poetas del momento. Ella tenía 38 años –había nacido en 1806- y su vida se consumía en una apartada habitación de su casa familiar, afectada por una indeterminada enfermedad –acaso una dolencia pulmonar- que le impedía tener vida social. Robert Browning contaba con 32 años y, en realidad, su fama como escritor no solo no era tan notoria como la de Elisabeth sino que muy pocos lectores compartían el gusto por sus versos que mostraba ella. En cambio, como persona Browning era todo lo contrario a Elisabeth: enérgico, vital y mundano. Por ello, en cuanto leyó sus Poems le escribió una apasionada carta a la autora informándole de la cálida impresión que le había causado su lectura y mostrándose interesado en mantener correspondencia literaria con ella. Desde su lecho de enferma, Elisabeth Barrett se sintió impresionada por la pasión que destilaban las líneas que acababa de recibir y ese mismo día de enero de 1845 comenzó una relación epistolar que iba a cambiar para siempre su vida.
Elisabeth vivía en una acomodada vivienda de Wimpole Streen, en un barrio distinguido de Londres, junto a sus nueve hermanos, dos mujeres y siete hombres. La familia había gozado a principios de siglo de una posición desahogada gracias a una plantación de esclavos de Jamaica y aunque con los años los problemas económicos habían minado su posición social, los Barrett se contaban siempre entre la burguesía adinerada londinense. Por otra parte, el padre, Edward Barret, viudo desde 1828, mantenía con sus hijos una extraña relación de amor posesivo que le impedía aceptar que se independizaran.
El carteo entre Robert y Elisabeth se mantuvo sin cambios durante cinco meses: él mostraba un interés apasionado por la poetisa y le pedía verla y ella, apelando siempre a su enfermedad, le agradecía su afecto pero rehusaba. Finalmente, uno de los pocos amigos de Elisabeth, un anciano interesado por la poesía y que conocía también al padre de Robert, consiguió que ella accediera a recibirle. Era el 20 de mayo de 1845.
2.- EL CORTEJO
Para una cuarentona inválida carente de experiencia con los hombres como Elisabeth Barrett, el trato íntimo que de repente va a iniciar con un hombre vital y apasionado como Robert Browning había de suponer un cambio radical en su forma de ver la vida. Ciertamente, ella seguía creyendo que su enfermedad le impedía entregarse a una pasión sin visos de futuro pero la presencia constante del poeta, primero admirado y pronto adorado, poco a poco la va cambiando. Las visitas cotidianas de Robert a Elisabeth se prolongan durante más de un año. Hasta tres veces a la semana, a las dos y media de la tarde el poeta acude a la casa de los Barrett, es acompañado a la habitación de Elisabeth y allí permance durante más de una hora conversando con ella. Inmediatamente después de la visita, Elisabeth reanuda su conversación a través de la correspondencia y de esa manera el tiempo no es más que una espera epistolar de la siguiente visita.
Puede resultar extraño que el señor Barrett no viera con desconfianza esta íntima amistad entre el joven poeta y su hija, que se prolongó durante tantos meses y con tanta asiduidad. Sin embargo, hay que tener en cuenta que Edward Barrett había sido el principal impulso y el mayor apoyo de la carrera literaria de su hija, a la que consideraba, con razón, una gran escritora y a la que proporcionó la educación y los medios necesarios para su desarrollo intelectual desde su infancia. La relación entre Elisabeth y Robert Browning no tenía por qué despertar en principio sus recelos y es de suponer que durante un buen tiempo le resultaría, por el contrario, muy satisfactoria. Y no se equivocaba: esos meses de apasionadas conversaciones sobre la vida, de extensas cartas anhelantes y soñadoras y de nuevas e inesperadas sensaciones dieron pie al mejor de los libros de su hija.
3.- LA BODA
Pero la relación entre Robert y Elisabeth no podía seguir así indefinidamente. En el verano de 1846 los médicos le recomiendan que no vuelva a pasar el invierno en Londres. Su enfermedad exige un clima más agradable, un cielo menos brumoso, el sol de Italia. Su padre, sin embargo, no parece dispuesto a dejarla marchar. Por el contrario, Edward Barrett comienza a sospechar de la larga y asidua relación de su hija con Browning. Probablemente teme, por vez primera, que su primogénita pueda dejarse llevar por un afecto que la aleje de él y del futuro que le ha diseñado. Así pues, decide que Elisabeth no saldrá de Gran Bretaña y que, en todo caso, la familia entera pasará una temporada en el campo, lejos de las nieblas y los visitantes londinense de Wimpole Street.
A principios de septiembre la pareja debe tomar una rápida decisión. Robert le propone a Elisabeth ser él quien la lleve a Italia. Solo tienen que casarse y partir. Pero ella sabe que su padre nunca consentirá esa boda y que, dada su maltrecha salud, tiene muchos recursos para impedírsela. También pueden marchar en secreto, como habían hecho Shelley, el gran ídolo de Robert, y Mary, treinta años antes, pero Elisabeth es una dama victoriana y no está dispuesta a renunciar a su reputación de esa manera. Finalmente encuentran una solución, pintoresca pero efectiva.
El día 12 de septiembre de 1846 Elisabeth Barret sale a dar uno de sus raros paseos por los alrededores de su casa, solo acompañada por su criada personal, Lily Wilson. Ese paseo las acerca a una iglesia cercana, la parroquia de Saint Marylebone, dentro de la cual le espera su prometido, Robert Browning, un testigo y el párroco. Media hora después Robert y Elisabeth son marido y mujer y ella luce en su mano, oculto por el guante, el anillo de compromiso que lo certifica. Sin embargo, a la salida de la iglesia ama y criada continúan solas su paseo, cumplen con sus visitas rituales y regresan a la casa de los Barrett a la hora de costumbre. Elisabeth Barrett-Browning guarda su anillo en una caja, junto a las cartas de Robert, se tiende, como siempre, en el sofa de su cuarto y continúa su vida de enferma.
4.- LA HUIDA
Todavía pasa una semana. Nadie entre los Barrett sospecha el cambio de estado civil de la hermana mayor, que sigue llevando su vida recluida de siempre. Pero el día 19 Elisabeth, que ya había hecho salir de casa en secreto su mínimo equipaje, acompañada de nuevo por Wilson y por su adorado Flush, su cocker spaniel, sin despedirse siquiera de sus hermanos, abandona para siempre la casa donde había vivido casi encerrada durante seis años. Un barco la trasladará al continente junto a su marido, con quien pocos días después, ya en París, disfrutará por fin de su luna de miel.
Edward Barrett no perdonó nunca a su hija. La desheredó, al igual que hizo con todos los hijos que se casaron sin su autorización, y se negó a recibirla en su casa en las contadas ocasiones en las que los Browning regresaron a Inglaterra. Incluso los propios hermanos de Elisabeth, en su mayoría, cortaron sus relaciones con ella, considerando que había deshonrado a la familia con su fuga y que Robert no era más que un presuntuoso cazafortunas que la había engañado para vivir de su dinero.
La pareja hubo de reconstruir, por lo tanto, su vida en el extranjero, en esa Italia que los médicos tanto le había recomendado y donde Elisabeth se sintió vivir de nuevo al lado de su marido. Los Browning se instalaron primero en Pisa y después en Florencia, donde nació en 1848 su único hijo, Penini. Contra cualquier previsión, el matrimonio llevó durante más de una década una activa vida de viajes constantes por Europa, eventos sociales de todo tipo e incluso llegó a involucrarse en la política italiana del Resorgimiento. Al mismo tiempo, la fama de Elisabeth como poetisa no dejó de crecer, llegando a ser propuesta como poeta laureado de Inglaterra.
Un día, ya en Florencia, Elisabeth deslizó en las manos de su marido, deprimido por la muerte de su madre, un manojo de folios manuscritos. Eran, le dijo, unos poemas escritos por ella durante su “noviazgo”. Maravillado por la belleza de los versos, por la intensidad de su pasión y la contención del estilo, Robert le rogó que los incluyera en la segunda edición de sus Poems, en 1850. Son los Sonnets from the Portuguese, una de las colecciones de poemas de amor más bellas de la historia de la literatura europea y el impresionante colofón lírico de una de las historias de amor más sorprendentes del Romanticismo. [E. G.]