NACIONALISMO: EL GUSANO QUE ROE EL CORAZÓN DE EUROPA
En varios lugares de estas páginas hemos afirmado que uno de los rasgos identitarios de Europa es su fragmentación. Reconstruida sobre las ruinas políticas del Imperio Romano de Occidente, la cultura europea integró desde sus orígenes la variedad esencial que aportaban los diferentes pueblos que habían ocupado cada territorio. Así, desde el siglo VII los intentos de reconstrucción de la unidad política romana previa se han visto condicionados durante más de mil años por la persistencia multiforme de los diferentes estados generados por las etnias germanas, eslavas o urálicas que en diferentes momentos de la historia de Europa se establecieron por todo el continente; pero, al mismo tiempo, Europa ha sido capaz también de superar esta discontinuidad administrativa y consolidar su unidad cultural integrando las diferencias regionales.
El enfrentamiento entre grupos étnicos diversos fue un rasgo relevante en los dos primeros siglos de preeminencia de las tribus germanas sobre la parte del Imperio que dominaban. Cierto que en Italia o en Hispania lombardos y visigodos hubieron de enfrentarse al Imperio Romano de Oriente, que pretendía restaurar la unidad política del siglo IV, pero lejos del Mediterráneo lo fundamental fue la expansión de los francos a costa de burgundios y visigodos, la de los visigodos frente a suevos y alanos, o la de anglos y sajones sobre los britanos. Aun así, para la historia de Europa es aún más relevante el proceso de sincretismo que, al mismo tiempo, se llevó a cabo en relación con el otro elemento básico de la construcción europea: la tradición universalista cultural, administrativa y religiosa romana forjada sobre una triple raíz griega, latina y cristiana. Por eso, la creación del Imperio Carolingio en el siglo VIII, que mostraba por vez primera la posibilidad de reconstruir ese ficticio pasado romano sobre nuevas bases “europeas”, se convierte en el más importante acontecimiento de la nuestra cultura en sus Orígenes.
Europa se ha concebido desde entonces a sí misma como una unidad cultural capaz de integrar las diferencias regionales, manifiestas a través de diferentes orígenes, diferentes lenguas, diferentes administraciones, diferentes tradiciones e incluso credos diferentes. Universidades, órdenes monásticas y militares, curias reales, modelos organizativos civiles y religiosos, lenguas de cultura, corrientes de pensamiento, tecnología bélica, sectas y herejías, procesos de industrialización, teorías políticas y científicas… Durante más de 1.000 años Europa no ha tenido demasiados problemas para desarrollar todo tipo de estilos de vida comunes y generalizados que certificaban la idea de una comunidad cultural integradora de esa división tribal y étnica originaria, que, sin embargo, con manifestaciones diferentes y complejas, seguía vigente.
La situación cambió de forma radical en el siglo XIX con el desarrollo del Nacionalismo. La ideología nacionalista, tan europea, por supuesto, como la Inquisición, el Humanismo, la Ilustración o el Fascismo, consideró prioritario, por vez primera en la historia de Europa, el desarrollo de los rasgos diferenciadores y excluyentes de esa fragmentación originaria, más allá, al margen e incluso contra, los elementos unificadores y comunes. Para un nacionalista, el referente básico de su horizonte vital dejó de ser la cultura compartida por todos los europeos para centrarse en los valores propios y excluyentes de su “nación”. Consolidado a lo largo del siglo XIX, el Nacionalismo cuenta hoy con más de 200 años de historia, y el hecho de que, a pesar de todas sus miserias -no ha habido genocida en el siglo XX que no proclamara orgulloso su nacionalismo-, siga vigente, revela el poderoso atractivo de sus principales componentes intelectuales: el concepto romántico de “nación” y la sacralización de una definición etnicista de “pueblo”.
Etimológicamente, la idea de “nación” tiene que ver con una experiencia personal tan íntima como imprecisa: el lugar donde uno “nace”. Se trata de un dato aparentemente objetivo, vinculado al paisaje vital y humano más relevante y trascendental para cualquier persona, su lugar de nacimiento, su familia más cercana, sus primeras experiencias personales. Por ello la idea de que alguien era aragonés, bretón, inglés, bávaro o veneciano “de nación” ha sido una de las formas de clasificación personal más habitual y admitida a lo largo de la historia de Europa. Esta fue, por ejemplo, la agrupación habitual utilizada en las universidades: París organizaba a sus estudiantes de acuerdo con las siguientes “nationes”: Franceses, Normandos, Picardos, Ingleses y Alemanes; la de Padua contaba con Germanos, Bohemios, Húngaros, Provenzales, Borgoñones, Españoles, Polacos, Ingleses, Escoceses, Venecianos, Ultramarinos (venecianos de las islas), Lombardos, Trevisos, Friulianos, Dálmatas, Milaneses, Romanos, Sicilianos, Anconeses, Toscanos, Piamonteses y Genoveses. En la práctica, se trataba de un criterio de clasificación que tenía en cuenta la región de procedencia del alumnado en relación inversa al porcentaje de alumnos de cada una de ellas: a más estudiantes, ámbito “nacional” más reducido. Así París distingue entre las “naciones” francesa y picarda mientras Padua lo hace entre los venecianos de la laguna y los de las islas. El lugar de nacimiento no es, por lo tanto, un dato objetivo puro sino que adquiere su significado práctico en relación con las necesidades administrativas. En el mismo sentido funcionaba otra organización también bastante elemental de relevantes instituciones supraestatales y paneuropeas como la orden militar de los Caballeros Hospitalarios u Orden de Malta, dividida inicialmente siete "Lenguas": Provenza, Auvernia, Francia, Italia, Aragón, Inglaterra y Alemania. En este caso también las cuestiones organizativas precisan el modelo lingüístico básico, de modo que en las regiones más amplias, como la actual Francia, las división lingüística se acerca más al lugar de nacimiento mientras que, por el contrario, en las islas británicas la “lengua” de Inglaterra incluía grupos étnicos y lingüísticos tan diferentes como anglosajones, galeses, normandos, escoceses o irlandeses.
Esa misma irrelevancia política del término “nación” durante los mil primeros años de la historia de Europa se comprueba también en la organización de la más importante agrupación supraterritorial europea, la Iglesia Católica, que mantuvo durante siglos un modelo clásico basado en las diócesis del Bajo Imperio. Así, por ejemplo, el arzobispado de Colonia, constituido sobre la diócesis de Germania Secunda, administraba tierras que podían considerarse francesas, germanas o flamencas por su lengua, flamencas, brabanzonas, westfalianas o valonas por su administración política o francesas, belgas, holandesas y alemanas desde nuestra perspectiva “nacional” actual. Y cuando en el siglo XVI una orden religiosa nueva, la Compañía de Jesús, fije su propia organización, optará por el concepto aún más clásico y concreto de “provincia”: Portugal, Italia, Sicilia, Germania superior e inferior, Francia, Aragón, Castilla, Andalucía, las Indias, Etiopía y Brasil, primando, en cualquier caso, como en las universidades, la efectividad: de donde procede la mayoría de los miembros de la orden, España, la fragmentación “provincial” es mayor.
En realidad, para que el término “nación” adquiera el significado político actual fue preciso que se confundiera con otro concepto más antiguo todavía y de un significado aún más difuso, el de “pueblo”. En su variante étnica y política la idea de “pueblo” procede del término “populus” latino, la masa de ciudadanos agrupados bajo el lema “senatus populusque romanus” y, en tanto que herencia clásica, se incorporará a la tradición política europea, sobre todo a partir del Renacimiento, como un modelo de prestigio. Ahora bien, aunque el “pueblo romano” englobaba, tras la reforma de Caracalla, a todo ciudadano libre del Imperio, las nuevas teorías políticas europeas de la Etapa Clásica aplicaron este concepto a los habitantes de cada uno de los estados europeos que se habían organizado políticamente sobre los restos del Imperio. El paso definitivo hacia el Nacionalismo se dará a finales del siglo XVIII: los habitantes de una región europea, el “pueblo”, pasa a ser considerado una “nación” política única, independiente y soberana. Así, la Revolución Francesa va a desarrollar un potentísimo movimiento uniformizador por el que habitantes de regiones tan poco “francesas” como Aquitania, Saboya, Bretaña, Alsacia o Córcega van a ser considerados “pueblo” de Francia y, por lo tanto, miembros de la “nación francesa”. En el mismo sentido, al otro lado del Rin, “los pueblos germanos” van a ser concebidos como la “nación alemana” -“die deutsche Nation” en Fichte-, al margen de que su horizonte vital fuera Baviera, Livonia, Weimar, Estiria, Silesia, Transilvania o Renania. Y a partir de aquí, tras las Guerras Napoleónicas comenzará a expanderse la idea general de múltiples “naciones” europeas, agrupadas de acuerdo con diferentes conceptos como la historia -noruegos, escoceses, corsos…-, la lengua -checos, serbios, ucranianos…-, la raza -húngaros, fineses, vascos...-, la religión -bosnios, griegos, irlandeses…- etc.
Aparentemente, cualquier agrupación humana asentada en un territorio histórico e identificada con algún tipo de rasgo común podía considerarse una “nación”. Sin embargo, entre estos rasgos predominó el de la lengua, pues es evidente que la posibilidad de establecer comunicación oral con personas conocidas en un mismo espacio físico establece vínculos sólidos y excluyentes. De ahí que algunos de los principales impulsores del nacionalismo fueran lingüistas de prestigio, algunos de ellos mencionados ya en estas páginas -los alemanes Grimm, el serbio Karadžić o el griego Fereos- y que los primeros nacionalismos estatales como el francés impusieran la enseñanza de una lengua común en todo el territorio, como luego harían Alemania o Italia. Pero el concepto de “lengua popular” es tan impreciso como el de “nación” o el de “pueblo”: las diferencias dialectales pueden ser enormes en territorios extensos y, tras una peripecia histórica tan larga y compleja como la europea, en el siglo XIX resultaba casi imposible encontrar áreas amplias con una lengua unificada. Así, en pleno territorio sajón se hallaba la comunidad sorbia, de lengua eslava, y en grandes áreas de Polonia predominaban los judíos de lengua germana. En el Señorío de Vizcaya, precisamente la capital, Bilbao, era castellanoparlante, como la Bruselas francófona en su región flamenca. Otro aspecto complejo es el de la agrupación, siempre fragmentable y siempre aglutinable, de las modalidades dialectales. Karadžić, por ejemplo, para publicar sus cuentos serbios utilizó material montenegrino, convertido en el núcleo original de toda la lengua y literatura serbo-croata. En el Imperio Ruso, por el contrario, el nacionalismo paneslavo supeditó el ucraniano, el ruteno, el bielorruso e incluso el polaco al desarrollo de la lengua rusa mayoritaria.
En todos los casos, pues, los conceptos de “pueblo” y de “nación”, incluso el de “lengua”, fueron el resultado de un proceso de abstracción por el que se generalizaban y potenciaban intereses particulares más o menos mayoritarios. Veámoslo con un ejemplo de la época. En el segundo tercio del siglo XIX los húngaros desarrollaron un poderoso movimiento político y militar en favor de la independencia de la “nación” y el “pueblo” de Hungría. Nada más fácil que considerarse húngaro si se habla una lengua completamente incomprensible para cualquiera que no lo sea, se desciende de una mitológica y exclusiva etnia asiática y se vive en una rústica aldea de Panonia rodeada de aldeas similares. Sin embargo, el Reino de Hungría, dentro del Imperio Austrohúngaro, incluía amplísimas zonas de la Transilvania rumana, el norte de Serbia, el sur de Eslovaquia, toda Croacia… Dentro de sus fronteras convivían húngaros, rumanos, serbios, austriacos, croatas, eslovenos, rutenos, búlgaros y sajones igual que dentro de las del Imperio Austriaco lo hacían alemanes, austriacos, húngaros, polacos, eslovenos, italianos, checos, judíos… Tras la I Guerra Mundial, la idea de que cada “nación” tenía derecho a su propio estado, modificó la situación anterior creando un pequeño estado nacional húngaro fronterizo con otros estados similares: Checoslovaquia, Austria, Yugoslavia y Rumanía. Solo 75 años después la historia se ha encargado de demostrar trágicamente hasta qué punto una solución nacionalista carece de futuro. Checoslovaquia, por ejemplo, integraba a checos -un concepto lingüístico que incluye dos etnias, bohemios y moravos- y a eslovacos, pero también a decenas de miles de judíos de lengua alemana que fueron exterminados en las cámaras de gas, miles de germanos en los Sudetes que Hitler ya en 1937 había incorporado a su propia “nación”, el III Reich, otro grupo de eslavos orientales, los rutenos, que tras la II Guerra Mundial fueron integrados en Ucrania, y un buen grupo de húngaros, que, cuando la propia Checoslovaquia ya ha desaparecido, siguen deseando mayoritariamente abandonar Eslovaquia para volver a Hungría. ¿Y qué decir de Yugoslavia, donde tras cien años de matanzas étnicas todavía no se está cerca de saber siquiera cuáles son las “naciones” existentes? Así pues, la historia de Hungría es un ejemplo paradigmático tanto de la potente vitalidad del concepto teórico de “nación” en la Etapa Disolvente de la historia de Europa como de las dramáticas, frustrantes e inevitables consecuencias del pensamiento nacionalista.
Hallamos procesos históricos semejantes relacionados con la “nación alemana” en la zona del Báltico, donde solo un despiadado proceso de limpieza étnica tras la II Guerra Mundial ha posibilitado la estabilización de las fronteras, con la “nación polaca” y su trágica y ya irreversible incapacidad para integrar a la minoría judía, e incluso con la “nación española”, definida de forma ingenua y presuntuosa en su Constitución de 1812 como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. De hecho, podríamos decir que a lo largo del siglo XX solo dos grandes estados europeos, Francia y Reino Unido, han conseguido mantener una estabilidad estatal unitaria, curiosamente aplicando mecanismos contrarios: Francia, negando la existencia de cualquier “nación” interna y forzando su uniformidad cultural y administrativa; Reino Unido, reconociendo e integrando sus diversas “naciones”, inglesa, galesa, escocesa e irlandesa, dentro de un modelo imperial superior mucho más complejo. En cualquier caso, las primeras décadas del siglo XXI están demostrando, incluso en estos dos países, que el concepto de “nación” ha dejado de tener proyección de futuro en el mundo actual y, sobre todo, que para Europa, nacionalismo y europeísmo están siendo ya y sobre todo van a ser en los próximos años dos opciones excluyentes. [E.G.]