TEATRO DE ABSURDO: LA REACCIÓN A LA HECATOMBE
Se conoce como “teatro del absurdo” una forma de escritura dramática y puesta en escena que gozó de fama y prestigio en varios países europeos, sobre todo Francia, en las décadas inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial. No se trata tanto de una corriente literaria o de un -ismo artístico, a la manera de los que se desarrollaron en el primer tercio del siglo XX, como de un conjunto de rasgos estéticos compartidos por un número relevante de obras de teatro durante un periodo de tiempo relativamente amplio. No hay, pues, un sólido nexo creativo que una la producción dramática de estos autores más allá de ocasionales influencias entre ellos; sin embargo, desde el mismo momento de su puesta en escena, la crítica y los propios espectadores fueron conscientes de relevantes coincidencias entre estas obras, consistentes, sobre todo, en su interés por dar forma dramática a la profunda sensación de ruina y decadencia de la Europa del momento. El teatro del absurdo representa, pues, en la historia de nuestra literatura, el malestar y la falta de horizontes que se abatió sobre nuestro continente como consecuencia del suicidio colectivo que habían supuesto el auge de los totalitarismos, las dos guerras mundiales y la pérdida definitiva de la hegemonía cultural. Por otra parte, también resulta relevante el hecho de que el teatro del absurdo pueda ser considerada la última expresión colectiva de la vitalidad cultural europea, todavía no sometida al imperio cultural americano.
El teatro del absurdo, además de no ser un movimiento cultural organizado, tampoco consiguió una repercusión universal como habían logrado las vanguardias de principio de siglo. No fue más allá de las tablas de los escenarios sin que se pueda hablar no ya de pintura o música del absurdo, sino, siquiera, de poesía o novela del absurdo. En realidad, solo podemos englobar en este subgénero teatral la obra de un par de grandes creadores, el rumano Eugène Ionesco y el irlandés Samuel Beckett, que escribieron en francés entre 1950 y 1970 algunas de las obras teatrales más relevantes del siglo XX, otros dramaturgos menores como el ruso Arthur Adamov y el español Fernando Arrabal, que desarrollaron su carrera teatral en París atraídos por los anteriores, y algunos jóvenes seguidores, como el britanico de origen checo Tom Stoppard o el polaco Sławomir Mrożek. Una última característica del teatro del absurdo es que mantuvo la constante europea del siglo XX que hizo de París el epicentro de todos los grandes movimientos culturales.
Entre las características propias del teatro del absurdo merecen ser destacadas dos: la desconexión lingüística y la intencionalidad moralizante. La primera, siendo la más importante, suele ser menos tenida en cuenta; la segunda, pese a que los propios autores no siempre la han reconocido, ha sido la más atractiva para el público.
Entendemos por “desconexión lingüística” el conjunto de procesos lingüísticos y escénicos que pretenden desenmascarar, ridiculizar y poner en cuestión el uso del lenguaje en la vida diaria. En algunas de las obras más representativas del “teatro del absurdo” como La cantante calva de Ionesco de 1950 o Los días felices de Beckett de 1961, los autores destacan las insuficiencias del lenguaje para la comunicación, es decir, su inutilidad básica, al no servir para aquello para la que se supone que ha sido creado. El espectador asiste a una serie de diálogos inconexos o a un monólogo continuado incapaces de transmitir significados lógicos y significativos. De hecho, el lenguaje se revela como uno de los elementos esenciales de la incomunicación, un anclaje fallido en la conexión entre los seres humanos y entre estos y la realidad.
El público de la época, sin embargo, valoró mucho más estas obras por los rasgos que las caracterizaban como modernas fábulas morales. De nuevo Beckett y Ionesco con Esperando a Godot en 1952 y Rinoceronte en 1959, respectivamente, representaron mejor que ningún otro esta tendencia. En cuanto al segundo, Rinoceronte, que llegó a ser su obra más famosa, se interpreta claramente como una crítica de la deshumanización de la sociedad contemporánea y del triunfo de los totalitarismos. De este modo, en la obra de Ionesco puede percibirse un claro trayecto que va de la preocupación por la inconsistencia del lenguaje hacia el uso de la escena como motor de la reforma social. En cuanto a Beckett, también Esperando a Godot se considera su mejor obra y también ha sido interpretada, incluso contra la voluntad del autor, como un juego escénico concebido para poner de manifiesto la soledad del ser humano frente a un destino absurdo. Sin embargo, la trayectoria dramática de Beckett, como hemos visto, evolucionó hacia otras creaciones en las que la reflexión sobre la incompetencia del lenguaje fue adquiriendo cada vez más importancia de forma que sus dramas, más allá de su valor moral, trataban de resaltar la incomunicación de los seres humanos. En cuanto a los demás autores, si en el Tango de Mrożek (1965) encontramos una acerada reflexión sobre la opresión del mundo contemporáneo, el Tom Stoppard de Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1966), en cambio, parece mucho más interesado por los juegos con el lenguaje y los recursos metaliterarios; la carrera de Fernando Arrabal, por último, desde Pic-Nic (1952), obra concebida como una fábula antibelicista, hasta el teatro “pánico” de El arquitecto y el emperador de Asiria (1966), sigue más de cerca la evolución de Beckett, a quien se considera en la actualidad el más “clásico” de todos estos creadores.
Finalmente, ya a principios de los años 70, la nueva perspectiva optimista de los jóvenes del 68 y, sobre todo, la colonización definitiva de Europa por parte de la industria cultural estadounidense acabaron con este último movimiento literario puramente europeo al mismo tiempo que con la propia capacidad del viejo continente para seguir liderando la civilización occidental. [E. G.]