ALEMANIA: LA TRAGEDIA DEL NACIONALISMO GERMANO
Alemania, a pesar del fracaso parcial que supuso su nacimiento como estado-nación en 1871, es el mejor reflejo de los logros y las limitaciones de las tendencias centrífugas que han predominado en la cultura europea durante su Etapa Disolvente.
La necesidad de reunir todos los entes y residuos estatales supervivientes del viejo Imperio Germánico se extendió a principios del siglo XIX entre intelectuales germanos como Fichte o Herder, sobre todo en las regiones centroeuropeas más alejadas de los dominios de la Casa de Austria. En la cuenca del Danubio, por el contrario, había ido fraguando un modelo estatal mixto, el Imperio Austriaco, que en cierto modo mantenía la tradición europea clásica basada en la heterogeneidad.
El proceso unificador alemán se aceleró a mediados del siglo XIX, bajo la dirección de Prusia, y todos los territorios de habla alemana de la vertiente atlántica del continente fueron coordinando sus esfuerzos para llegar a crear una unidad política moderna a la manera, por ejemplo, de Gran Bretaña. El punto de partida, tan propio del Romanticismo, era el mito de la cultura popular y en relación con ella, la apología de la lengua común. Alemania (Deutschland) había de ser el resultado de la unidad de un pueblo preexistente, el alemán (Deutsche), identificado con los habitantes de aquellos territorios donde se hablaban variantes de una lengua única, el alemán (Deutsch). El proceso es similar en la misma época, por ejemplo, en Italia e incluso, sin los logros políticos de estos dos estados, en otras regiones europeas como Hungría, Polonia o Irlanda.
Aunque el nacimiento de Alemania debe considerarse un fruto típico de la Europa de los nacionalismos de mediados del siglo XIX, el éxito de este proceso no fue total sino incompleto al quedar fuera en un primer momento los territorios austriacos. Tendrá que ser Hitler en 1938 quien lleve a cabo finalmente el Anschluss, es decir, la unión –temporal- de Austria a la gran Alemania nazi, culminando el proceso de unificación del siglo XIX.
En cualquier caso, lo que a la creación de Alemania le faltó de estado-nación definitivo lo completó con su inmediata participación en el principal proceso desintegrador de la cultura europea de la segunda mitad del siglo XIX, el Imperialismo. De hecho, cuando los gobernantes de los estados germánicos proclamaron al rey de Prusia como su soberano en 1871, lo hicieron ya con el nombre de Emperador y es este concepto de Imperio, el II Reich, lo que va a dirigir la política de Bismarck primero y de Guillermo II después hasta la I Guerra Mundial: participación en el reparto de África, que se lleva a cabo precisamente en Berlín, establecimiento de alianzas ofensivas y defensivas con el resto de los imperios europeos, militarización de la sociedad, expansionismo en Alsacia y Lorena... Alemania cubre a marchas forzadas el camino que, mucho más lentamente, habían recorrido otros imperios europeos de la época, sobre todo el inglés.
Probablemente por esto la producción cultural alemana no tiene la importancia creativa ni las repercusiones generales que tuvo su política. Fuera de sus universidades, donde se refugiaban los saberes tradicionales de la cultura europea –la filología, la filosofía, la ciencia empírica...- Alemania tiene muy poco que aportar todavía a Europa. De hecho, en nuestra Antología Mayor solo hemos creído indispensable destacar un nombre germano de la época, en el campo de la especulación intelectual, la obra filosófica de Friedrich Nietzsche. En los otros ámbitos de la creación, la cultura alemana anterior a las Vanguardias es una cultura menor y clientelar, que nada tiene que ver, curiosamente, con la eclosión creativa que se dio en el vecino Imperio Austriaco durante el Modernismo .
El verdadero despegue cultural de Alemania, consecuencia, por supuesto, de la época de consolidación silenciosa anterior, tuvo lugar inmediatamente después de la I Guerra Mundial. La Alemania derrotada de los años 20 es uno de los centros de desarrollo de la gran vanguardia europea del Expresionismo, tanto en pintura (Kirchner, Dix, Grosz...) como en literatura (Döblin, Benn...) y, sobre todo, en cine (Murnau, Lang, Pabst, Lubitsch...) Y no podemos ignorar la importancia cultural que en su momento tuvo también la aportación alemana a la estética fascista, de nuevo con obras trascendentales en el cine (Riefenstahl) e incluso en arquitectura (March). Este falso “clasicismo” fascista tomó el relevo en los años 30 de los intentos mucho más creativos propuestos en la década anterior por diversos artistas europeos -Picasso, Prokofiev, Lempicka...- para reconstruir esa cultura común europea que veían acercarse a su definitiva desintegración.
El imperialismo alemán, llevado a su máxima exacerbación por Hitler en los años 38 y 39, desembocó en la II Guerra Mundial y en la ruina definitiva de Europa y de la propia Alemania. Esta, que había conseguido su sueño de convertirse en un estado-nación en 1940 tras la anexión de Austria, de los Sudetes checos y de Alsacia y Lorena, perdió cinco años después, además de lo anterior, los territorios de habla alemana que se habían extendido por el Báltico desde el siglo XIII, y toda la Germania histórica al otro lado de los ríos Oder-Neisse. Igualmente, desapareció como país, menos de un siglo después de su creación, repartida entre los vencedores.
Esta situación duró hasta el año 1990 en el que, como consecuencia del hundimiento de los regímenes socialistas de Europa del Este se produjo la reunificación de las dos alemanias. Para entonces, la República Federal Alemana, capitalista, había tomado parte en la creación de la Unión Europea, de forma que finales del siglo XX Alemania se convirtió en el país con más habitantes y con la economía más desarrollada de Europa así como el de mayores posibilidades para funcionar como motor de la unidad europea, dadas las reticencias de Gran Bretaña y la decadencia de Francia.
Resulta muy difícil prever qué puede pasar con Alemania y Europa en esta primera mitad del siglo XXI. A imagen y semejanza de Europa, Alemania, un gigante económico, carece por completo de relevancia política mundial. Un posible camino hacia el futuro pasa por una auténtica unidad europea y la disolución del nacionalismo germano en ella, algo que resulta muy difícil de imaginar en un país con la historia reciente de Alemania. Por lo tanto, no cabe descartar que Alemania opte por seguir ocupando un papel marginal en el mundo, se conforme con ser una potencia económica regional e intente simplemente consolidar su posición de hegemonía en una Europa residual de pequeños estados a su servicio. [E.G.]