IRLANDA: ESPECIAL Y COMPLEJA INTEGRACIÓN EN EUROPA
El acercamiento a la historia de Irlanda desde una perspectiva europea nos plantea desde el primer momento una cuestión esencial relacionada con los propios orígenes de nuestra cultura. La isla que los romanos llamaron Hibernia y hasta la que nunca extendieron su dominio efectivo fue, sin embargo, evangelizada en una época temprana, anterior, en general, a la de cualquier otro territorio europeo no latino. Este proceso de cristianización tuvo lugar, además, en unos siglos, V y VI, en los que las estructuras estatales del Imperio Romano de Occidente se hallaban en descomposición mientras que lo que más adelante podría llamarse Europa todavía no existía ni siquiera en un estado embrionario.
Como consecuencia de ello, la relación de la historia particular de Irlanda con la historia común de Europa permite reflexionar sobre la relación profunda entre los tres elementos que aquí hemos considerado esenciales en la etapa de los Orígenes: la adaptación de los modelos civil y religioso del Bajo Imperio a las culturas de los pueblos “bárbaros”. Normalmente se acepta la trascendencia orgánica del Cristianismo cuando el embrión de Europa se extiende más allá de sus límites originales. Por ejemplo, los húngaros que se enfrentaron a Otón I en Lechfeld el 955 eran todavía un pueblo extraeuropeo pero sus descendientes, que solo dos generaciones después se habían asentado en la llanura panónica y se convertían al cristianismo, ya se consideran parte de Europa. Pero la historia altomedieval de Irlanda plantea esa misma cuestión desde una perspectiva inhabitual: ¿Se puede considerar que una región forma parte de Europa desde el mismo momento y por el mero hecho de haber sido cristianizada? Dicho de otro modo y para este caso concreto: ¿la pronta cristianización de Irlanda la insertó en Europa desde el principio? La evolución histórica de Irlanda permite entrever que el proceso de europeización resultó ser mucho más complejo.
La exitosa cristianización de Irlanda llevada a cabo por Patricio y sus monjes a mediados del siglo V, al actuar sobre unas comunidades carentes de estructuras sociales equivalentes a las que había creado el cristianismo imperial en Roma, se convirtió, con el paso de los siglos, en una anomalía histórica en Europa. Es conocido el problema derivado de los diferentes métodos de fijación de la Pascua, que en Gran Bretaña se resolvió en el sínodo de Whitby (664) a favor de Roma, pero la originalidad era mucho más profunda y tenía que ver con un elemento esencial de la cultura tradicional irlandesa, la organización administrativa y política de la sociedad. Como había sucedido en el Imperio en el siglo III, el cristianismo de Patricio había tenido éxito en la Irlanda del siglo V por haber sabido adaptarse a las especificidades de la sociedad a la que se le predicaba. Sin embargo, estas particularidades tenían que ver, sobre todo, con una profunda y esencial fragmentación política. De la misma manera que el territorio irlandés se subdividía en reinos y condados autónomos, el cristianismo irlandés se organizó en torno a grandes monasterios también autónomos, de donde partían monjes itinerantes que, a su vez, difundían su modelo por los enclaves irlandeses, escoceses e incluso continentales a donde se trasladaban. De este modo, el propio proceso de cristianización potenció en este contexto de tradición celta unos modelos administrativos que nada tenían que ver con los procesos de integración y de reconstrucción imperial que se impusieron en Europa a partir del siglo VIII . De este modo, aunque en un principio los misioneros irlandeses fueron un elemento fundamental para la configuración monástica de Centroeuropa, tras las reformas de Carlomagno su modelo organizativo llegó a ser marginal y anacrónico.
En resumen, la temprana, exitosa y anómala evangelización de Irlanda dificultó que la isla se integrase en los procesos generales de europeización que tuvieron lugar durante la Etapa de los Orígenes. Esta singularidad muestra, por otra parte, que la construcción de Europa no dependió solo de la aparición de alguno de los elementos generadores de Europa –el cristianismo, en este caso- sino de los tres y de un determinado desarrollo de los procesos de integración de esos tres elementos.
Este punto de partida, que dejó a Irlanda al margen del germen propiamente europeo explica también las peculiaridades de su historia literaria. Pese a la relevancia de Irlanda en la propia supervivencia de la latinidad, la cultura celta no se incorporó al acervo común europeo hasta el siglo XII, cuando en la corte de Enrique II Plantagenet –el primer rey normando que invade Irlanda- se recrean algunos de los más importantes relatos populares gaélicos. Pero ni siquiera se tiene la certeza de que Arturo o Tristán procedan de Irlanda ya que estas tradiciones parecen estar más vinculadas a Bretaña o a Gales, sobre las que el rey inglés tenía un dominio mucho más directo. El hecho de que esa “materia de Bretaña”, es decir, esa temática celta aparezca también en los Mabinogion irlandeses no quiere decir necesariamente que estos hayan influido en los escritores normandos que la difundieron.
De este modo, Irlanda siguió viviendo culturalmente al margen de Europa hasta que la invasión inglesa del siglo XII cambió la situación radicalmente. Aunque este episodio bélico trascendental para la isla podría compararse con la invasión que los propios normandos habían hecho de Inglaterra cien años antes, la situación en realidad fue muy diferente. Guillermo de Normandía había reclamado el trono de Inglaterra basándose en supuestos derechos legales amparados por el ordenamiento jurídico europeo. Tras la victoria se limita a sentarse en un trono que le correspondía y a repartir entre los suyos los cargos y la tierra que su nuevo reino le proporcionaba. Inglaterra sigue siendo Inglaterra aunque cambie el rey. En cambio, Irlanda es invadida de forma ocasional por los propios caballeros normandos que pretenden ampliar su dominios. El rey solo interviene al final para consolidarlos bajo su poder y para reservar el título de “Señor de Irlanda” para su hijo Juan. En ningún momento se reconocen la estructura administrativa de la isla, ni la multiplicidad de reinos ni el título de Gran Rey; incluso algún obispado irlandés pasa a ser controlado desde Canterbury.
A partir de ese momento una Irlanda subyugada y con frecuencia saqueada, concebida como el patio trasero de Inglaterra, muy poco es lo que puede aportar a Europa. Ni los ingleses se preocupan demasiado por esa región más allá de The Pale (la Empalizada de Dublín, el territorio real) ni los irlandeses tienen capacidad para hacerse valer. Solo a partir del siglo XVI, coincidiendo con una mayor presión colonizadora británica, la supervivencia del cristianismo católico frente a la Inglaterra anglicana y de la lengua gaélica frente al inglés va a incubar un largo proceso de reunificación cultural. Sin embargo, durante siglos las grandes personalidades irlandesas, como Swift , Sheridan, Wilde o Shaw, son protestantes y se mueven por completo dentro de las coordenadas culturales inglesas. De forma paradójica, fue la ocupación británica lo que permitió que la isla pasara a formar parte de Europa al mismo tiempo que reprimía su desarrollo particular.
Será el nacionalismo del siglo XIX el movimiento cultural que ponga definitivamente a Irlanda al nivel del resto de las regiones europeas. El interés cultural y político por las propias tradiciones llevó a los escritores irlandeses a volverse hacia las manifestaciones literarias más antiguas y populares de la isla y hacia la lengua en la que estas habían sobrevivido. Al tratarse, además, de un proceso general de toda Europa, su desarrollo en Irlanda respondió a los estándares más generalizados. En principio son escritores de lengua inglesa como Kennedy quienes recogen los cuentos tradicionales y luego, grandes autores, también ingleses, como Yeats y O´Casey quienes crean su propia literatura, primero a partir de esas tradiciones y de forma completamente personal después. De este modo, la primera mitad del siglo XX, coincidiendo con la independencia, puede ser considerado la Edad de Oro de la literatura irlandesa gracias a autores como Liam O´Flaherty, James Joyce o Samuel Beckett. [E. G.]