SIGLO XX: LA DESTRUCCIÓN DE EUROPA
El siglo XX ha sido el siglo de la decadencia de Europa. Desde los orígenes de la I Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín, símbolo de la ruina definitiva del comunismo, el siglo XX ha sido el escenario que ha visto derrumbarse por completo el núcleo básico de una cultura que contaba con más de mil años de historia y que había llegado a ser la primera cultura planetaria de toda la historia de la Humanidad.
Aunque desde el punto de vista estético e intelectual el desastre colectivo que iba a producirse de inmediato ya había sido profetizado por las primeras vanguardias, fue la Gran Guerra el acontecimiento histórico que dio principio a la decadencia. Lo que estalló como un interesado conflicto entre imperios que solo buscaban resolver de forma definitiva su jerarquía de dominio en el reparto del mundo, se convirtió muy pronto en el banco de pruebas donde demostraron una inesperada inconsistencia todos los puntos de partida sobre los que Europa había construido su hegemonía en el segunda mitad del siglo XIX. La I Guerra Mundial acabó con las ideas básicas con las que la Etapa Disolvente de la cultura europea había intentado sustituir el legado clásico: el nacionalismo étnico había conducido a la mayor matanza colectiva de toda la historia de la Humanidad; la fe en el progreso y en la tecnología habían provocado la aparición de todo tipo de técnicas de destrucción y el fin de un mundo donde el idealismo y la confianza en el ser humano habían demostrado ser una broma de mal gusto; los propios europeos, como seres racionales, se mostraban, al final del conflicto, incapaces de asimilar toda la destrucción física y moral que habían sido capaces de generar.
Sin embargo, el desastre causado por la I Guerra Mundial, pese a sus dimensiones gigantescas, no fue sucifiente para acabar con la cultura europea. En los años 20, Europa se negó a reconocer su declive y todavía intentó mantener su posición intelectual hegemónica. Para comprender esto hay que tener en cuenta varios factores. En primer lugar, imperios como el británico y el francés podían pretender que habían ganado la guerra y, en cierto modo, tiene sentido que intentaran mantener sus formas de vida como si nada hubiese pasado. Esto sucedió, sobre todo, en el caso británico, pues, gracias al éxito de su política imperial, ya durante el siglo XIX había marcado diferencias con el resto de Europa. Por otro lado, en los países que habían sido derrotados, sobre todo Alemania y Rusia, todavía hubo ocasión para experimentar, por última vez, nuevos desarrollos culturales, que, heredados de esquemas de pensamiento del siglo XIX, dieron lugar al fascismo y el comunismo. En ambos casos, al tratarse de ideologías específicamente europeas, es lógico que hallaran un fértil campo de desarrollo en el continente, arrasado por la guerra y desorientado en relación con su futuro. Ambas corrientes, sin embargo, acabaron siendo un fracaso histórico. En primer lugar, el fascismo se convirtió rápidamente en una ideología nacionalista más, cuyo máximo interés volvió a ser, como en 1914, la victoria militar de un imperio. En otro sentido, el comunismo, pese a su gran éxito inicial, tampoco logró consolidarse como alternativa a las democracias capitalistas junto con las que consiguió acabar con el fascismo en la II Guerra Mundial.
Esta guerra, por otra parte, pese a ser mucho más destructiva y global que la anterior, tuvo unas consecuencias mucho más limitadas ya que no hizo sino consolidar la rápida retirada de Europa del liderazgo mundial. En realidad, la II Guerra Mundial sirvió sobre todo para hacer irreversible el movimiento histórico más importante en la historia de la civilización occidental en los últimos mil años, el trasvase de su núcleo cultural de Europa a América y, en consecuencia, el nacimiento de un nuevo periodo histórico. Este movimiento había comenzado en los años 20 como principal consecuencia de la Gran Guerra pero fue necesaria una hecatombe gigantesca como la que se produjo entre 1939 y 1945 para que sus efectos resultaran por fin evidentes y definitivos. Así, a partir de los años 50 solo la existencia del bloque comunista dirigido por la URSS hasta 1990, mantuvo vivo un pensamiento estrictamente europeo, si bien decadente y terminal.
En la actualidad, a principios del siglo XXI, Europa parece no tener nada ya que decir en el mundo. El enfrentamiento económico, social e ideológico entre EE.UU. y China será la clave que nos permitirá interpretar las próximas décadas y acaso el próximo siglo. Mientras, los tímidos y torpes intentos de Europa por dar forma a algo parecido a un mínimo esfuerzo común por hacerse presente en el mundo no da la impresión siquiera de que vayan a llegar a algún término. [E. G.]