TRÍADAS: 1.1.2. Pobres de solemnidad
Resulta poco verosímil la idea de una persona entregada a la creación artística, mucho menos a la literatura, para hacerse rica. De hecho, si algún mito moderno hay en torno al artista es el del escritor, o pintor, o músico, bohemio, que sobrevive en los umbrales de la indigencia, haciendo de su hambre, de su frío y de su enfermedad blasones de su independencia y de su superioridad moral frente a la sociedad burguesa. Ese tópico centenario, tan falso hoy como cualquier otro, tiene precedentes clásicos que se remontan hasta la Grecia del siglo IV a.C., a ese Diógenes que despacha de su tonel a Alejandro para que no le quite el sol. Muy diferente es la visión simplemente objetiva de la miseria resignada que nos ofrece la décima de Calderón de la La vida es sueño. En ella el sabio “que solo se sustentaba / de las hierbas que cogía”, se agarra al magro consuelo de ver que “otro sabio iba cogiendo / las hierbas que él arrojó”. Mucho menos digna, pero más real, es esta visión de la pobreza en la que se han movido muchos de los más elogiados escritores de estas páginas de literatura: miseria real, no buscada, no deseada, hambre, frío y enfermedades de las que se desea escapar en busca de una vida más tolerable, más humana, más noble. En esa guerra contra la pobreza, despojados de cualquier falsa bohemia, combatieron, como muchos otros, los tres escritores europeos que forman la tríada que viene a continuación, Mijail Lomonósov, Božena Němcová y Attila Jozsef.
Que Mijaíl Lomonósov llegara a ser lo que hoy es, el gran patriarca de las letras -y de las ciencias- rusas, es uno de los mayores ejemplos de superación del ser humano. Nacido en el oblast de Arkanjelsk, casi en el círculo polar ártico, Lomonósov fue el hijo único de un pescador analfabeto del Mar Blanco. Desde niño, por más que su pasión fuese siempre aprender a leer y escribir y le atrajeran los estudios de cualquier tipo, se vio obligado a ayudar a su padre en su trabajo y se suponía que acabaría haciéndose cargo del negocio familiar. Solo su madre parece haberse preocupado por su formación intelectual mientras que su propia abuela predisponía a su padre contra el joven Mijaíl para que le sacara de la cabeza esa pasión por el conocimiento. Lo poco que el futuro escritor y científico pudo aprender en esos largos años de su infancia ártica lo logró ocultándoselo a su padre, resignado al hambre y el frío de la soledad.
A los 19 años, Lomonósov tomó la decisión que iba a condicionar toda su vida: abandonó su casa natal para continuar solo, en la lejana Moscú, sus estudios. En diciembre de 1730, tras un cargamento de pescado ahumado, a pie, se puso en camino hacia la capital del Imperio, a 1.200 kilómetros de distancia. Dos meses después, haciéndose pasar por el hijo de un noble, consiguió ser admitido en la única academia de formación superior moscovita, donde la mayoría de los alumnos, verdaderos hijos de familias adineradas, comenzaban sus estudios, a una edad, además, muy inferior a la suya. De este modo, a la pobreza material -durante meses apenas come otra cosa que pan- se suma la humillación social por sus orígenes y las burlas de sus compañeros por su avanzada edad, subrayada por una inmensa corpulencia -más de dos metros de estatura-, que hacía de él un gigante andrajoso entre tantos adolescentes bien trajeados. Solamente una voluntad de hierro y una ciega pasión por el aprendizaje permitieron que Lomonósov consiguiera superar estas condiciones adversas durante aquellos primeros cinco años de estudios del que luego sería el fundador de la Universidad de Moscú, que hoy lleva su nombre.
Medio siglo después de la muerte de Lomonósov en San Petersburgo, nacía en Viena Bárbara (Božena) Novotná, hija ilegítima de una criada de una poderosa aristócrata austriaca. Pese a sus muy humildes orígenes -su padre, no se sabe si biológico, era cochero de la misma dama-, Božena contó con todo tipo de apoyos para su formación intelectual durante sus años de infancia y juventud en Ratibořice, en el gran dominio señorial de la duquesa para la que trabajaban sus padres. De este modo, la hija de un cochero y una doncella, criada hace 200 años en un pueblo perdido de Bohemia, aprendió a leer y a escribir y tuvo una educación muy por encima de lo que podía esperarse de sus orígenes sociales.
Sin embargo, todo eso no impidió que Bárbara Němcová, ya casada y con hijos, acabara conociendo la mayor de las miserias. Desposada a los 19 años con un funcionario estatal, Josef Němec, 15 años mayor que ella, Božena se implicó desde muy pronto en la defensa de los derechos nacionales de los checos. Tanto ella como su marido participaron activamente en los movimientos populares que desembocaron en las sublevaciones de 1848 y sufrieron las represalias subsiguientes. Él fue retirado de su puesto y hubo de vagar de destino en destino por todo el Imperio, lejos de su familia. Esa separación, así como las diversas relaciones sentimentales mantenidas por la escritora en ausencia de su esposo, hicieron que el matrimonio se resquebrajara, llegando a los malos tratos. Además, Josef sufrió sucesivas reducciones de su sueldo, lo que obligaba a Božena a mantener prácticamente sola a sus cuatro hijos. La salud de la propia escritora comenzó a resentirse de esa mala situación económica, a lo que ha de añadirse que poco después de los 30 años comenzó a desarrollar el cáncer de útero que la llevaría a la muerte. Durante los últimos años de su vida, tuvo que acudir repetidamente a la solidaridad de otros patriotas checos como ella, generosidad que apenas le permitía sostenerse a sí misma y a su familia.
La que hoy es la más importante escritora en lengua checa murió en la más absoluta pobreza, frustrada y enferma, a los 38 años, lo cual no impidió que se le proporcionara un magnífico funeral, pagado por sus compañeros nacionalistas.
De todos modos, si alguien estaría capacitado para hablar de la miseria con pleno conocimiento de causa sería el húngaro Attila Jozsef, el mejor poeta lírico de su país del siglo XX. Jozsef fue pobre de solemnidad desde el primer hasta el último día de su vida. Había nacido en 1905 en una familia de clase baja en un barrio proletario de Budapest, Ferencváros. Era hijo de un trabajador de una fábrica de jabones y de una lavandera, a la que su marido abandonó muy pronto, dejándola al cargo de sus tres hijos -otros tres habían muerto ya para entonces-, de 3 (Attila), 5 (Etelka) y 9 años (Jolan). Incapaz de sacarlos por sí sola adelante, su madre entregó a Attila y a su hermana Etelka en adopción a unos granjeros, que durante un par de años los trataron como si fuesen los criados de la casa. Mientras tanto, su madre se deslomaba trabajando en empleos mal pagados; un accidente primero y un cáncer después la obligó a dejar el trabajo y entonces fueron sus hijos, ninguno mayor de edad todavía, quienes tuvieron que hacerse cargo también de ella. De este modo, por la fuerza de las circunstancias, Jozsef se vio obligado desde muy niño a buscarse la vida por las calles de la capital húngara, mendigando, trapicheando y hurtando su propia comida. Por suerte, poco antes de morir la madre, la hermana mayor de Attila, cuando este aún no tenía los 14 años, se casó con un abogado de ideas progresistas que se responsabilizó de la educación de los hermanos pequeños.
Gracias al apoyo de su cuñado, Attila pudo terminar sus estudios en Budapest y, sobre todo, marchar a la Sorbona, donde, acostumbrado como estaba a buscarse la vida, sacó adelante sus estudios alternándolos con esporádicos trabajos de todo tipo que le permitían sobrevivir. De vuelta en Hungría, ya en los años 30, adquirió su conciencia de proletario, se afilió al Partido Comunista, entonces prohibido, y abrazó las ideas socialistas que le harían popular después de la II Guerra Mundial. Perseguido por su ideología y poco conocido por su poesía, volvió a llevar una vida de marginado, sin trabajo fijo y cada vez más trastornado por sus problemas síquicos -intentó suicidarse varias veces a lo largo de toda su vida-, que le impedían desenvolverse en sociedad. Parece ser que fueron estos trastornos, agudizados por toda una vida de miseria y privaciones, lo que le hicieron arrojarse bajo las ruedas de un tren con tan solo 32 años. [E. G.]