DE HOMERO A MILTON:
CATÁBASIS Y PROLEPSIS EN LA ÉPICA CULTA EUROPEA
A mi buen colega Emilio Rando, magister latinitatis.
En el canto XI de la Odisea Homero recrea la catábasis del protagonista, su viaje al mundo de los muertos en busca de conocimiento. Se trata de una de las estructuras literarias más famosas, admiradas e imitadas de la historia de la literatura occidental: Ulises, necesitado del consejo de Tiresias, ya muerto, para regresar a Ítaca, desciende en su busca al Tártaro. Allí, además del adivino encontrará muchas otras almas de difuntos famosos, como Aquiles, o de muertos recientes a los que él aún creía vivos, como Agamenón. La katabasis, también llamada nekia o, en latín, descensus ad inferos, formaba parte de otras tradiciones míticas como las de Teseo, Heracles u Orfeo pero la versión homérica se va a imponer como texto canónico en nuestra cultura, sobre todo tras su reutilización, varios siglos después, por Virgilio en su Eneida.
Desde el punto de vista estructural, la Eneida de Virgilio pretende aunar en un solo libro los dos grandes monumentos épicos de la antigua Grecia, Iliada y Odisea. De la Iliada aprovecha, sobre todo, los episodios bélicos; de la Odisea, los azares del periplo marítimo, y en ese contexto, la katabasis, la visita de Eneas al Hades, en el canto VI. Sin renegar nunca de su modelo, Virgilio es capaz de reconstruir por completo el pasaje homérico adecuándolo a la mentalidad romana y a la propia idiosincrasia de su libro. El infierno virgiliano no es uniforme, como el de la Odisea: mientras en el Hades penan las almas comunes, a los espíritus superiores les esperan los goces del Campo de Marte. Pero la aportación fundamental de Virgilio, de cara al desarrollo posterior de este tópico en la literatura europea, tiene que ver con la evocación de Anquises, que sustituye en la Eneida a Tiresias. Virgilio describe un complejo proceso metafísico basado en la transmigración de las almas que le permite a Anquises informar a su hijo de la futura grandeza de Roma e incluso hacer presentes en el relato a los grandes protectores del propio autor de la obra, Mecenas y Augusto. Esta innovación de la Eneida, la prolepsis del presente desde el no-tiempo de los muertos, va a ser uno de los recursos virgilianos más aprovechados por los escritores europeos de la Etapa Clásica.
Mil trescientos años después de escribir su Eneida, Virgilio se vio obligado a descender él mismo a los infiernos de la mano de uno de sus mayores admiradores, el poeta florentino Dante Aligheri. La Divina Comedia no deja de ser, en realidad, una gigantesca nekia en la que el autor recorre el Más Allá cristiano –Infierno, Purgatorio y Paraíso- siendo informado del destino, penalidades y goces de decenas de difuntos. Sin embargo, precisamente por esta excepcionalidad, la Divina Comedia no es un buen ejemplo de imitación del pasaje virgiliano: apenas hay alguna prolepsis mínima debido a que el descensus ad inferos del protagonista y la escritura de la obra son casi coetáneos. En la misma línea, como imitador de Dante que es, se mueve el castellano Juan de Mena en su Laberinto de Fortuna de 1444: al reproducir la contemporaneidad de la Divina Comedia, el autor renuncia a profetizar el “futuro”. Sin embargo, siendo un poeta que escribe, como Virgilio, para los poderosos, Mena consigue colar en su obra una serie de referencias pseudoproféticas dedicadas al rey Juan II o al conde de Niebla, en la misma línea en la que van a actuar poco después los grandes poetas épicos del Renacimiento.
El primero de estos es Ludovico XVI. En el Canto III, la joven Bradamante visita una cueva mágica donde la adivina Melissa le informa de la gloriosa descendencia que tendrá su matrimonio con Ruggiero: la casa de Este. Lo más significativo del planteamiento de Ariosto es que ha hecho desaparecer la catábasis, sustituyendo un ámbito religioso y sobrenatural por otro mágico y literario. No hay visita a los infiernos pero sí evocación de las glorias futuras. Y como en Virgilio o en Mena, el episodio carece de valor estructural en sí mismo; se trata, simplemente, de un contenedor poético del elogio de los patronos del poeta. Además, como en la Eneida, la distancia temporal entre el mundo medieval del relato y su redacción renacentista permite elaborar una prolepsis amplia y compleja, muy al gusto de sus destinatarios. Esta fue, sin duda, una de las razones del éxito del modelo de Ariosto en las décadas siguientes. Ariosto , que compone su Orlando Furioso en las primeras décadas del siglo
Otra imitación de Virgilio, trunca y fallida en este caso, la encontramos en la Franciada de Pierre Ronsard, de hacia 1570. En el canto IV y último, de los 24 de los que había de constar la obra, el protagonista, un hijo de Héctor llamado Francus, es aleccionado por la profetisa Hyante de que las almas, tras purificarse y olvidar su vida anterior, vuelven a nuevos cuerpos. Entonces Francus convoca a los espíritus de los futuros reyes franceses, que van siéndole presentados por Hyante conforme van saliendo del Averno. Ronsard parece evitar toda la tradición europea anterior para imitar directamente el original virgiliano, incluyendo no solo la catábasis y la prolepsis sino el recurso a la metepsícosis para explicarla. Pero tiene presente también el previo modelo homérico: las almas de los reyes acuden al reclamo de un sacrificio cruento, como Tiresias en la Odisea.
Camôes, en cambio, no va a imitar directamente a Virgilio sino a Ariosto, y su prolepsis no está vinculada al mundo del Más Alla sino al de la magia. En el Canto X de Os lusiadas, ya al final de la obra, los marinos portugueses, que han recalado en la isla de Venus, visitan el palacio de Tetis. Allí Sirena profetiza ante Vasco de Gama las futuras hazañas de sus compatriotas en la India. Camôes, que se mueve en el ámbito de la mitología clásica, renuncia, sin embargo, al descensus ad inferos. Con todo, el resultado es similar al de los otros poemas del Renacimiento: el elogio proléptico del presente gracias a la diferencia cronológica entre los acontecimientos que se narran en el relato y el momento histórico de la escritura. Cabe a Camôes, sin embargo, un timbre de originalidad: Os lusiadas no está escrito para mayor gloria de ningún mecenas ni de ningún príncipe con el que el autor estuviera obligado a la adulación o al agradecimiento. Camôes escribe para ensalzar directamente a sus lectores, a sus compatriotas en general y acaso, sobre todo, para ensalzarse a sí mismo como portugués.
Habrá que ir terminando pero todavía nos queda otro gran imitador de Virgilio, y el más original, sin duda, junto con Dante al menos. Se trata de John Milton y de su Paradise lost . En principio, al escritor inglés poco podía interesarle la nekia homérica, pues su obra transcurre en el inicio mismo de los tiempos. Más atractiva le era, en cambio, la prolepsis virgiliana, de la que tanto partido habían sacado sus homólogos renacentistas. Pero la perspectiva poética de Milton va mucho más allá de los reducidos límites de su patria; a Milton no le interesa Inglaterra sino la Humanidad. Por eso al final de su obra, en los cantos XI y XII –doce son también los cantos de la Eneida-, el arcángel Miguel, al mismo tiempo que expulsa a nuestros primeros padres del Paraíso, consuela a Adán mostrándole desde una montaña el esperanzador futuro de su descendencia: tras un exhaustivo repaso de la Historia Sagrada profetiza el nacimiento de Cristo, Salvador de la Humanidad, trascendental efemérides con la que Milton superaba a su maestro Virgilio, mero “profeta” del emperador Augusto. [E. G.]