OSSIÁN, MACPHERSON, GOETHE, NAPOLEÓN
Y LA CASA REAL SUECA: TRADUCCIÓN Y TRADICIONES
El dos de octubre de 1808 en la ciudad alemana de Erfurt, Napoleón I, emperador de los franceses, concedió audiencia a Johann Wolfang von Goethe, consejero del gran duque Carlos Augusto de Weimar. De esta famosa entrevista sabemos por el propio escritor que Napoleón puso reparos a un pasaje, aún hoy incógnito, de su Werther, lectura que al emperador apasionaba, sobre todo porque en sus páginas hallaba un atractivo añadido: las Songs of Selma que el protagonista lee a Carlota en uno de los pasajes culminantes del libro. De hecho sabemos, por otras fuentes, que los poemas de Ossián fueron no solo una de las lecturas de juventud favoritas del gran corso sino también de las pocas que le acompañaron en su destierro de Santa Elena.
En su diario, el propio Goethe anota sobre la entrevista: “[Napoleón] pareció satisfecho, y se tradujo esas respuestas en su lengua, pero en términos un poco más decididos de lo que yo había podido hacerlo”. Es decir, Goethe, pese entender bien el francés, habla en alemán y alguien ha de traducirle sus palabras al emperador. Es obvio, pues, y no solo por este dato, que Napoleón no había leído la edición original del Werther sino que su opinión sobre la obra se basaba en una traducción. Pero pensemos ahora más en concreto en el pasaje citado, que ya era una traducción que el propio Goethe había hecho de las Songs of Selma, que su autor, el escocés James Macpherson atribuía, a su vez, a un legendario bardo celta del siglo III d. C., Ossián. Napoleón juzgaba a Goethe a partir de la traducción al francés de su traducción al alemán de la traducción al inglés de unos antiquísimos poemas gaélicos, laberinto lingüístico al que el propio autor del Werther no pone ningún reparo.
Sobre el éxito inmenso de los poemas de Ossián/Macpherson en toda Europa a finales del siglo XVIII poco puede añadirse a lo que ya se sabe. Cualquier estudio sobre los orígenes y la difusión del Romanticismo ha que reservar obligatoriamente un amplio apartado a las peculiaridades de estas epopeyas seudotradicionales leídas con pasión por todos los jóvenes escritores de la época en cualquiera de las lenguas cultas del continente, e imitados una y otra vez tanto en la forma de su estilo como en el contenido de sus argumentos. Lo que hoy nos detiene en ellos, a rebufo de esa mítica entrevista entre el más consagrado escritor europeo de principios del siglo XIX y el hombre más poderoso del momento, es una reflexión crítica sobre la trascendencia de la traducción en la historia de la cultura europea y la labor imprescindible de cohesión social que esta tarea literaria ha desempeñado durante siglos en Europa.
Después de 200 años de disputas sobre Ossián, se ha llegado a un cierto punto de entendimiento: se acepta que una épopeya como Fingal y, en general, el corpus ossianico tal y como lo presentó Macpherson en la década de 1760 han de ser considerados una reelaboración literaria del propio autor escocés; pero se acepta también que, en general, la temática de los poemas, determinados rasgos de estilo y muchos de los personajes formaban parte, en efecto, de antiquísimas tradiciones literarias del mundo celta británico. Dicho de otra manera, Ossián y su obra, considerados como el nuevo Homero y la nueva Iliada celtas, no eran más que una ficción literaria de Macpherson pero su obra había sido elaborada, en efecto, con material fragmentario del auténtico folclore celta. En cualquier caso, lo que nos interesa ahora no es esa ficticia epopeya antigua de un escocés ganoso de reconocimiento literario sino la rápida e irrefrenable recepción que su obra tuvo en la Europa prerromántica de su tiempo.
James Macpherson publicó sus Fragments of Ancient Poetry collected in the Highlands of Scotland en 1760, la epopeya Fingal en 1761 y la recopilación completa, con el título de The Works of Ossian, en 1765. A partir de ahí, si nos referimos en primer lugar a Goethe, su versión de las Songs of Selma, traducidas para su particular Charlotte, Frederick Brion, durante su apasionado romance de Estrasburgo, es de 1771, pero para entonces el austriaco Michael Denis ya había publicado Die Gedichte Ossians, eines alten celtischen Dichters en 1767. En cuanto al francés, aunque hubo algún intento fragmentario anterior, la primera traducción completa de Macpherson, y la más famosa, fue la de Michel Letourneur, de 1777, posterior, por tanto, al propio éxito del Werther. Sin embargo, el Ossián de Napoleón no era el de Letourneur; de hecho, ni siquiera era un Ossián francés. Bonaparte se había apasionado por las obras del bardo británico a través de su lengua materna, el italiano, gracias a las traducciones que a esta lengua había hecho el intelectual paduano Melchiorre Cesarotti, en una edición parcial de 1763, la primera de toda Europa, y otra completa de las Poesie di Ossian en 1772, cuando Napoleón tenía 3 años y hacía solo cuatro que Córcega era francesa. No es de extrañar, por lo tanto, que fuera el Ossián italiano de Cesarotti el que Napoleón llevó consigo a Santa Elena.
Resumiendo, y de vuelta a Erfurt, si en algún momento la conversación giró sobre aquello en lo que Goethe y Napoleón más coincidían, su gusto por los poemas de Ossián, la situación lingüística era la siguiente: alguien traducía al francés la opinión del autor sobre su versión alemana de unos poemas ingleses que tanto él como Napoleón creían celtas en origen. El emperador, a su vez, opinaba en francés sobre ese mismo pastiche escocés que conocía por una traducción italiana. Y a esta compleja secuencia de regiones, lenguas y traducciones todavía conviene añadir una precisión importante: estamos hablando de supuestos originales en gaélico que nadie había visto. Esto quiere decir que ambos daban por buena la traducción al inglés llevada a cabo por Macpherson, de quien se sabía que su dominio de la lengua vernácula de las Highlands era, por decirlo caritativamente, limitado. Dicho de otra manera, la edición única a la que toda la tradición literaria sobre Ossián remitía era una mala traducción a una lengua germánica de un original oral celta. Como si de repente toda la Europa de la Ilustración hubiese comenzado a aplaudir las versiones latinas de la Iliada de Dictis y Dares.
¿Y qué tiene todo esto que ver con la casa real sueca? Veamos: en marzo de este año 2016 nació el primer hijo varón de Victoria de Suecia, heredera del trono. Su nombre: Oscar Carlos Olof. Que un príncipe escandinavo se llame Olof resulta predecible; que se llame Carlos el posible heredero de un trono en el que han reinado antes otros 16, es una redundancia; pero ¿y Óscar? Es cierto que si se echa la vista atrás se pueden hallar dos monarcas suecos llamados Óscar y también hay varios miembros de la familia real con ese mismo nombre, por lo que podría pensarse que Óscar es un nombre típico allá arriba, pero no es así. De hecho, todos los Óscar suecos han vivido en estos dos últimos siglos y ningún otro en todo el milenio anterior de reyes escandinavos. La razón es que la casa real sueca no es sueca, sino francesa. El rey actual, Carlos XVI, desciende de Carlos XIV, un francés de Pau llamado en realidad Jean-François Bernadotte, mariscal de Napoléon nombrado heredero en 1810 por Carlos XIII, este sí sueco de toda la vida. Para entonces Bernadotte ya tenía un hijo, bautizado en 1799 con el nombre de Óscar, con el que ascendería al trono de Suecia en 1844. ¿Es Óscar, pues, un nombre típicamente francés, o navarro, o de los Bernadotte? Tampoco. En realidad Jean-François Bernadotte, que había sido en Italia compañero de armas de Napoleón, en 1798 se había convertido en cuñado de su hermano, José Bonaparte, y al bautizar a su primer hijo buscó para él un nombre del gusto de su poderoso pariente y amigo, un nombre sacado de los poemas de Ossián que tanto apreciaba quien poco después lo nombraría mariscal: Óscar, nieto de Fingal e hijo de Ossián y del hada Niahm.
Un niño sueco del siglo XXI para el que sus padres eligen el nombre de un ilustre antepasado francés del siglo XIX, bautizado así para halagar los gustos literarios de un joven general corso, amigo de la familia, al que apasionaba la traducción italiana de unos poemas ingleses del XVIII que falsificaban el folclore celta de las Islas Británicas. Probablemente se hallarán otras menos rebuscadas, pero la anterior bien podría servir como metáfora de lo que aquí entendemos por “cultura europea”. [E. G.]